La Constitución Dogmática Dei Verbum sobre la Divina Revelación

Este documento tiene mucha importancia doctrinal y gran densidad teológica.  Fue promulgado por el Concilio Vaticano II el 18 de noviembre de 1965

Es posible que el capítulo segundo sea el más importante y original, porque muestra la Revelación cristiana como una unidad que la tradición de los apóstoles y sus sucesores conserva en la Iglesia; una tradición viva que progresa sin interrupción en la comprensión de la verdad divina comunicada con el auxilio del Espíritu Santo.  Se supera de esta manera la polémica sobre las dos fuentes, y se habla de un único depósito sagrado de la palabra de Dios, que se transmite en la Escritura y en la vida de la Iglesia.  Se hace patente la relación entre la sagrada Tradición, la Escritura, el Magisterio y la Iglesia.

En efecto, Dios tiene una única palabra, creadora, reveladora y salvadora:  Jesucristo, Verbo encarnado de Dios, creador (Jn 1:1-18), imagen de Dios invisible (Col 1-15-20) y revelador (Hb 1: 1-3) de cuanto Dios ha querido manifestarnos para nuestra salvación.  Él es la Tradición originaria, epifanía del Padre con toda su vida, sus palabras y obras, sobre todo con su misterio pascual.  El Evangelio transmite estos hechos que incluyen la vida oculta en Nazaret.  Los evangelios nos invitan a compartir la fe en el misterio pascual de Jesucristo, y a convertirnos para recibir el perdón de los pecados y la vida de comunión con Dios, por el Hijo, en el Espíritu.  La Iglesia proclama,  vive, celebra y testimonia esta fe pascual, que hunde sus raíces en el A.T., hasta la Parusía del Señor.

Esta es la tradición viva, que, por eso, no deja de crecer y enriquecerse con la reflexión, la profundización y la iluminación  del Espíritu Santo, maestro que nos ayuda a escudriñar las profundidades del Verbo encarnado.  La sagrada Escritura es la objetivación de esa fe.  Ella y la Tradición tienen un origen y una meta común:  La comunión de vida con el Padre, por el Hijo, en el Espíritu.  El mismo Señor que  habla en la Tradición viva, habla también en la sagrada Escritura, que es palabra de Dios “viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo…y discierne los sentimientos y pensamientos del corazón” (Hb 4: 12).  Se expresa en la homilía y en la “lectio divina”, y el magisterio está a su servicio.

Benedicto XVI, en la Exhortación Apostólica Verbum Domini ilumina ulteriormente esta doctrina, al recordar el carácter analógico de la palabra de Dios expresada en lenguaje humano.  La analogía es una relación de semejanza y diversidad.  Cuando describimos como palabra de Dios la  creación, o pronunciamientos de profetas, sabios, patriarcas, apóstoles o hagiógrafos,  lo hacemos en sentido analógico, pues Dios tiene una sola palabra: El Verbo encarnado.  En los ejemplos anteriores, es él quien se expresa por medio de aquéllos.

El capítulo tercero se refiere a la inspiración divina de la Escritura y a su interpretación.  Se afirma que los libros enteros del Antiguo y el Nuevo Testamento, con todas sus partes, están escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, por un autor humano, sujeto a todas las limitaciones humanas, pero obediente a Dios.  No podía ser de otra manera, pues el hagiógrafo transmite la palabra de Dios en lenguaje humano.  Puesto que la intención de estos libros no es transmitir un saber científico humano, según la historiografía contemporánea, sino el misterio de salvación, se afirma que enseñan la verdad que Dios quiso consignar para nuestra salvación.

Para interpretar la Escritura es necesario conocer los géneros literarios, moldes que responden a diversos contextos vitales, como la historia, la profecía, la poesía lírica o épica, la fábula, etc.

Existen tres criterios para interpretar la Escritura conforme al espíritu que la inspiró: 1. Prestar una gran atención al contenido y a la unidad de toda la Escritura, cuyo centro y corazón es Jesucristo.  2. Leer la Escritura en la tradición viva de toda la Iglesia. 3. Estar atento a la analogía de la fe, es decir, la cohesión de las verdades de la fe entre sí y en el proyecto total de la revelación.

El tema de la canonicidad de los libros sagrados es inseparable del de la inspiración, pues el canon es la lista de los libros que la Iglesia reconoce como divinamente inspirados.  El canon judío tiene tres partes: La Ley, los Profetas, los Escritos.  Se fijó en el sínodo de Yamnia (hacia el año 100 d.C). Representa el canon palestinense, que solo incluye los libros protocanónicos, es decir, aquellos cuya inspiración nunca fue cuestionada.

La versión griega de los Setenta, realizada en Egipto entre el 300 – 130 a.C, contiene no solo los protocanónicos, sino también los deuterocanónicos: Tobías, Judith, Baruc, Eclesiástico, I y II Macabeos, Sabiduría, los pasajes griegos de Daniel y fragmentos de Esther.  Este es el canon alejandrino, que llegó a convertirse en el canon de la Iglesia católica.

Los capítulos finales versan sobre el Antiguo y el Nuevo Testamento.  El plan divino único de la salvación se transmite a través de ambos testamentos.  La tipología ve en las obras de Dios de la antigua alianza tipos o prefiguraciones de lo que Dios cumplió en la plenitud de los tiempos en la persona de su Hijo encarnado.  Leemos el A.T a la luz de Cristo,  muerto y resucitado; y el Nuevo a la luz del Antiguo.  Porque el N.T. está latente en el Antiguo, al paso que el Antiguo se hace patente en el Nuevo.

Monseñor Oscar Mario Brown J.  / Obispo emérito de Santiago